Fragmentos
Jessica Ayala Barbosa
Después de muchas noches de andar merodeando por aquel mugriento bar, decidió que ahora sí se atrevería a llamarlo. Se paró frente aquel portal, hizo ademán de querer ingresar y se dio la vuelta cuando escuchó las joviales voces que le llegaron del interior. Se sentó en la jardinera que adornaba la acera del lugar. No tenía caso. Después de todo, ¿qué le iba a decir?En algún punto de los dos meses en que había estado siguiéndolo en secreto, los mismos dos meses que habían pasado desde la última vez que salieron juntos, se había convencido de que tenía que confesarse ante él. Contarle acerca de sus sentimientos, hacerle saber de la maraña de emociones que, en lugar de secarse debido al distanciamiento, iba propagándose como hierba silvestre en su interior.
Pero en esta noche, la idea era ridícula. Después de todo, ¿para qué sirven las confesiones de amor? ¿Para quién son en realidad? ¿Para el amado o para quien ama? Su amor se sentía desamparado y se empeñaba en hacerla retroceder.
Cuando decidió largarse de aquel sitio, un camarero salió. Nunca supo cómo, pero aquel hombre adivinó en dos segundos la razón por la que estaba ahí. Le pidió que esperara y un instante después volvió acompañado. “Te buscan”, le dijo y lo dejó frente a ella.
Él la vio, compasivo la saludó, pero la expresión de su rostro no era de sorpresa y ella terminó por contagiarse del sentimiento de desamparo de su amor. Se sentía un perro abandonado implorando un hogar. Él asumió su rol de superioridad soltándole un sermón. “No debes ser así”, le repetía. Alardeó sobre su cautivadora personalidad. “Eres muy joven, ya aprenderás”. Ella quiso defenderse describiendo sus emociones. Él insistió en que ese cariño que le profesaba era pura obsesión, costumbre. Ella se marchó.
***
Lo encontró casualmente en una librería. Ambos se alegraron. Se abrazaron como si cuatro años no hubieran pasado ya. Charlaron un poco y después se fueron a un café. El espacio pronto se hizo inapropiado para las anécdotas que tenían por contar, así que se arrojaron a la calle buscando alojo para las historias, los recuerdos y los sueños. Se gastaron sus talones en algunas calzadas. Él besó su rostro, su boca, su vientre. Ella dibujó con sus dedos el contorno de sus labios, de sus ojos, sus rizos. Soltaron sus prendas. Se envolvieron cada uno con el cuerpo del otro. Se sintieron morir por un instante y al volver la vida era pura energía.
Abrió los ojos y no reconoció el techo. Vio su cabeza al lado de la suya y sonrió. Besó su frente. Se vistió y salió de la habitación. Mientras abordaba el taxi, se aproximó.
“Te quiero”, dijo.
“Ya lo sabía”, respondió.



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